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Al contrario, Él nos enseñará a refrenarlos, para que volvamos a ser receptivos. En este punto, es fundamental la mención de la mansedumbre, que aparece en la lectura de hoy y que todos debemos aspirar.
La mansedumbre, en contraste con la ira desenfrenada, es una actitud muy espiritual. De ninguna manera se trata de una apatía o indiferencia propia de nuestro temperamento natural, que no se exalta por nada ni muestra interés por cosa alguna.
Hemos de ejercitarnos en la mansedumbre, aprendiendo también a percibir cuáles son las causas de nuestro enojo, porque ciertamente no siempre es una “ira santa” la que nos invade. Muchas veces es más bien la impaciencia, porque las cosas no suceden como lo esperábamos o como quisiéramos que fueran, etc. Si son éstas las causas de nuestro enojo, significa que estamos como “atados” a nosotros mismos, sobre todo si el enfado y el disgusto permanecen durante un buen tiempo.
La mansedumbre, por el contrario, renuncia a este tipo de “auto-afirmación” y busca la verdad de la situación objetiva, es decir, no se queda con lo que nos transmiten nuestros sentimientos, sino con la realidad tal como es. Así, la mansedumbre nos refrena, ordena los sentimientos desbordantes y busca aquello que conviene para la verdadera paz. Vale aclarar que es necesario haber tomado previamente una decisión espiritual, porque la ira siempre se justifica y cree tener motivos razonables, puesto que se deja llevar por los sentimientos. Por ello, es necesaria la decisión de no darle riendas ni justificarla.
Pero, ¿cómo podrá corregirse la ira a tiempo, y no esperar hasta que se haya desvanecido el ardor y la exaltación que produce?
En este punto, entra en juego el consejo del Apóstol: “Recibid la palabra sembrada en vosotros.” Si lo aplicamos concretamente al caso de la ira desenfrenada, sería importante interiorizar, por ejemplo, aquella palabra de la Escritura que dice que “la ira del hombre no hace lo que es justo ante Dios” (St 1,20).
Entonces, deberíamos reflexionar una y otra vez sobre esta frase, meditarla y repetirla. Si notamos que fácilmente surgen en nosotros sentimientos de ira, podríamos incluso recitarla en nuestro interior a modo de jaculatoria, como una “oración del corazón”. ¡Y es que la Palabra de Dios, conforme a lo que nos dice hoy el Apóstol, tiene el poder de salvar nuestras almas! En nuestro ejemplo, esto significaría que la Palabra viene a contrarrestar nuestros sentimientos y pasiones desordenadas, y a fortalecernos para el bien.
Así, nos convertimos en “oyentes de la Palabra” que también la ponen en práctica.
Si atravesamos estas purificaciones interiores y trabajamos seriamente en nuestro interior, no sólo seguiremos más fácilmente las indicaciones del Espíritu Santo, sino que también practicaremos con más naturalidad y facilidad las obras de misericordia, porque es un mismo Espíritu el que nos guía y el que nos da la fuerza para hacer el bien.
**1 de septiembre de 2024
Domingo XXII del Tiempo Ordinario
“Poned por obra la palabra”
St 1,17-18.21b-22.27**
Toda dádiva buena y todo don perfecto que recibimos viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni fase de sombra. Nos engendró por su propia voluntad, con palabras de verdad, para que fuésemos las primicias de sus criaturas. Por eso, desechad todo tipo de inmundicia y de mal, que tanto abunda, y recibid con mansedumbre la palabra sembrada en vosotros, capaz de salvar vuestras almas. Poned por obra la palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. La religiosidad pura e intachable ante Dios Padre es ésta: ayudar a huérfanos y viudas en sus tribulaciones y conservarse incontaminado del mundo.
El Apóstol Santiago nos recuerda con toda claridad que nuestra fe debe desembocar en obras concretas; de lo contrario, corre el riesgo de quedarse en una fe muerta (cf. St 2,17) e incluso puede convertirse para nosotros en motivo de condena. Y es que la fe nos enseña cómo debemos vivir y el Espíritu Santo que mora en nosotros nos empuja a concretizarla en las obras. Si no seguimos sus indicaciones, podrá estar ahí el impulso, pero no se “hace carne”; es decir, no se transforma en una realidad palpable.
Entonces, la pregunta que se nos plantea a nosotros, que queremos seguir al Señor, es: ¿Cómo podemos comprender mejor las mociones del Espíritu y ponerlas en práctica?
La lectura nos da una indicación clara: “Desechad todo tipo de inmundicia y de mal, que tanto abunda, y recibid con mansedumbre la palabra sembrada en vosotros, capaz de salvar vuestras almas.”
Aquí se nos habla de la purificación de nuestro corazón, de refrenar nuestras pasiones, de aspirar la mansedumbre y de interiorizar la Palabra de Dios. Estas son buenas predisposiciones para saber percibir mejor la voz del Espíritu Santo y para poner por obra lo que Él quiere de nosotros.
La inmundicia y el mal en nosotros –sean los que fueren– nos hacen insensibles ante la delicada presencia del Espíritu Santo y son un impedimento para que Él pueda actuar en nosotros. ¡Nuestra libertad interior queda bloqueada e influenciada por el lado oscuro! Por ejemplo, cuando cedemos a la ira o a otros fuertes sentimientos negativos, éstos nos dominan. Pero no corresponde a la forma de actuar del Espíritu Santo levantar tanto la voz hasta “ahogar” esos sentimientos negativos.
• El Santo Rosario es una oración bíblica.
Desde tiempos remotos, existe en el judaísmo la tradición de rezar el así llamado “salterio”, que son los salmos que también Jesús mismo rezaba con sus discípulos. La Iglesia, particularmente gracias a los monjes, adoptó esta forma de oración litúrgica, y así fue surgiendo la llamada “Liturgia de las Horas”, en la que se distribuyen los 150 salmos en un ciclo semanal o mensual. Al Rosario se lo llamaba el “salterio de la Virgen María”, porque originariamente se rezaban 150 avemarías en los 15 misterios, también en un ciclo ordenado y sencillo de orar, de modo que es accesible a todas las personas. Otro aspecto que el Santo Rosario tiene en común con los salmos es su carácter bíblico.
De hecho, la primera parte del avemaría son las palabras del saludo del ángel, junto con el saludo de Isabel cuando reconoce que la Virgen porta en su vientre al Mesías. En la salutación angélica, se le comunica a María el designio de Dios de que su Hijo se haga hombre, y Ella recibe la invitación a unirse a esta Voluntad de Dios con su libre consentimiento. Al repetir en el Rosario esta salutación angélica, uno se adentra en y actualiza este suceso, que, en primera instancia, estaba determinado para la Virgen, pero se extiende a la humanidad entera. El que ora, saluda a María con esta misma salutación, y actualiza así el acontecimiento salvífico, que se va asentando más y más en el corazón. Además, el acontecimiento de la Anunciación se convierte en un cuestionamiento para la persona que ora: ¿Estamos dispuestos a acoger el mensaje del ángel y a hacer la Voluntad de Dios, para así portar a Cristo al mundo?
• El Santo Rosario es una oración realista.
Desde hace mucho, la Iglesia conoce el amoroso poder que tiene la intercesión de María ante Dios. En la segunda parte del avemaría, se suplica que esta intercesión se extienda a nosotros, particularmente a la hora de la muerte. El poder especial de la intercesión de la Virgen deriva de su cercanía a Dios. Ninguna otra persona fue tan estrecha e íntimamente involucrada en el misterio de la salvación como lo fue María, siendo Madre y discípula de Jesús. El pedir su auxilio para la hora de la muerte procede ciertamente de una experiencia espiritual. Y es que el hombre no puede simplemente desplazar de su vida la realidad de la muerte; sino que debe integrarla. Así, esta súplica no solamente invoca la protección de María y crea una relación de confianza con Ella; sino que implica también una confrontación consciente con la inevitable realidad de la muerte. Gracias a la fe, la muerte puede ser despojada de su amargura y desesperanza. Entonces, hemos de integrar la realidad de la muerte en nuestra vida, y así nuestra vida se hará muy realista.
Para finalizar, escuchemos la oración colecta de la Fiesta del Santo Rosario conforme al Misal antiguo: “Oh Dios, cuyo Unigénito nos alcanzó, por medio de su vida, de su muerte y de su resurrección, los premios de la salud eterna: haz, te suplicamos, que, al recordar estos Misterios en el sacratísimo Rosario de la Virgen Santa María, imitemos lo que contienen y consigamos lo que prometen. Por el mismo Nuestro Señor Jesucristo.”
Meditación sobre la lectura del día: https://es.elijamission.net/la-hora-de-la-decision/#more-7037
25 de agosto de 2024
SERIE SOBRE LA ORACIÓN
“El Santo Rosario”
Después de haber reflexionado sobre los padecimientos de la oración y sobre la Adoración eucarística, dirijámonos ahora a las diversas formas de oración. A pesar de que la oración es, en sí misma, algo sencillo, no siempre nos resulta fácil orar, y menos orar bien. También esto es un arte, y para aprenderlo conviene estudiar las variadas formas y métodos de oración que existen, y, sobre todo, practicar fervorosamente la oración como tal. Una oración bastante difundida y querida en nuestra Iglesia Católica, sobre todo en ciertos círculos, es el Santo Rosario. En muchas de sus apariciones auténticas, la Virgen María nos dice cuán importante es para ella el rezo del Rosario. Por eso vale la pena dedicarle esta meditación a esta valiosa oración.
En su libro sobre el Rosario, el teólogo y maestro espiritual Romano Guardini escribe que el Rosario “es una oración que fluye silenciosamente en un marco ordenado”. Con estas palabras, captó con mucha precisión uno de los secretos inherentes a esta oración: a través del Santo Rosario, uno se adentra en un sereno caudal que brota de Dios hacia el hombre, y que, con la respuesta humana de la fe, retorna de vuelta a Dios.
¿Qué es lo que hace que el Rosario sea tan valioso y recomendable para cultivar y acrecentar la vida de la fe?
Lamentablemente, en ciertos círculos el Rosario se enfrenta a muchos prejuicios. Para algunas personas, no parece ser más que una “repetidera” sin sentido. Para otras, despierta recuerdos desagradables de tiempos pasados, cuando se veían obligados a rezar esta oración en la familia o en la iglesia. Pero estos prejuicios o resistencias pueden superarse si se intenta comprender más a profundidad el sentido del Santo Rosario.
• El Santo Rosario es una oración meditativa; es una clásica meditación cristiana.
La repetición de las avemarías forma una cadena que conduce a los misterios de la salvación. Muchos maestros espirituales destacan el beneficio de una oración repetitiva, que es capaz de recoger el corazón del hombre y silenciar su espíritu inquieto. Un espíritu sosegado y recogido puede concentrarse más fácilmente en el contenido y la esencia de la oración. Los misterios del Santo Rosario, que son las estaciones de la vida de Jesús, se van asentando en el corazón a través de la meditación y la repetición, convirtiéndose en una especie de certeza interior. Y esto, a su vez, lleva a un mayor amor y gratitud hacia Jesús. Es fundamental rezar el Rosario con el corazón; es decir, orarlo en nuestro interior. Una y otra vez las frecuentes repeticiones llaman suavemente al espíritu disperso a volver al verdadero centro de la oración.
San Pablo nos habla de “vivir como sabios”. Ciertamente se refiere a aquello que denominamos la “prudencia cristiana”, cuya vara de medir es este criterio: ¿Qué es lo que conviene para el Reino de Dios?, ¿qué es lo que me ayuda a crecer en el amor y qué es lo que me impide o me distrae? Si aplicamos esta prudencia, nuestra vida se regirá más según el Espíritu de Dios y tendremos un parámetro que se convertirá en nuestra medida. Por supuesto que esto no debe convertirse en una tensión interior ni hacernos escrupulosos. Antes bien, es una forma de conducir nuestra vida con sabiduría y hacerla fecunda.
Hay otra indicación de San Pablo, que es muy sencilla, pero, a la vez, muy importante: “Aprovechad bien el tiempo presente, porque corren días malos”. Esto nos recuerda a aquellas otras palabras del salmo 90: “¡Enséñanos a contar nuestros días, para que entre la sabiduría en nuestro corazón!” (v. 12).
Estas palabras nos exhortan a la vigilancia y a despertarnos completamente. En este mundo no está nuestra morada definitiva, y debemos aprovechar cada día de nuestra vida para servir al Reino de Dios y prepararnos para la eternidad. También es importante que, aun estando conscientes de la realidad del mal, no nos ocupemos demasiado con él ni alimentemos todo tipo de miedos en nuestro interior. ¡Nuestra mirada debe centrarse en Dios! Insisto una vez más: El mal –o el Maligno– no es omnipotente. Debemos tener esto siempre presente y traerlo a la memoria cuando parezca estar ganando poder. No le demos influencia sobre nosotros a través de nuestros miedos y ansiedades. Antes bien, llevemos todo ante el Señor. ¡Aprovechemos el tiempo para Él! Dios tiene todo en sus manos: ¡confiemos en Él! Precisamente el darnos cuenta de que “corren días malos” –como dice San Pablo–, puede estimularnos para acercarnos aún más al Señor y servirle a Él y a los hombres.
San Pablo nos recuerda que debemos alabar al Señor con todo el corazón y darle gracias siempre y por todo. Por un lado, esto corresponde a la justicia, y, por otro lado, nos ayudará a profundizar nuestra confianza en Dios y el amor a Él. La gratitud nos hace conscientes del actuar bondadoso y sabio de Dios, lo graba más profundamente en nuestro corazón y así despierta una confianza más firme. Con esta confianza y vigilancia espiritual podemos recorrer nuestra vida, aunque corran días malos.
**18 de agosto de 2024
Domingo XX del Tiempo Ordinario
“Mirad atentamente cómo vivís”
Ef 5,15-20**
“Así pues, mirad atentamente cómo vivís; no como necios, sino como sabios, aprovechando bien el tiempo presente, porque corren días malos. Por tanto, no seáis insensatos; tratad de comprender cuál es la voluntad del Señor. No os embriaguéis con vino, que lleva al desenfreno; llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias siempre y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo.
¡Dichoso aquel que tiene un maestro tan bueno como San Pablo, que no se cansa de exhortar a sus comunidades a permanecer en el camino recto y les da valiosos consejos para ello! ¡Dichoso el que escucha sus palabras y procura poner en práctica todas las directrices que nos da para el camino!
Hoy hemos escuchado su exhortación a “mirar atentamente cómo vivimos”. Ciertamente esta advertencia no se dirige sólo a aquellos que están en riesgo de caer en un consumo desenfrenado de alcohol; sino que sin duda el Apóstol de los Gentiles quiere que extendamos esta vigilancia a todos los aspectos de nuestra vida.
En lo que refiere a la embriaguez que produce el alcohol u otras sustancias, nuestro espíritu se disipa y perdemos el dominio sobre nosotros mismos, al menos en parte. San Pablo, por el contrario, nos recomienda: “No os embriaguéis con vino; llenaos más bien del Espíritu”. Éste nos eleva por encima de nosotros mismos y nos colma de verdadera alegría. El Espíritu de Dios no confunde; sino que “embriaga con el amor”. La embriaguez del Espíritu jamás puede compararse con la embriaguez del vino, como nos muestra San Pablo en la lectura de hoy. También San Pedro lo deja en claro en su discurso de Pentecostés (cf. Hch 2,14-36). El Espíritu Santo no provoca confusión; sino que nos permite comprender las cosas a la luz de Dios. Podemos decir que Él agudiza nuestra capacidad de comprensión a través de su luz, y nos invita a alabar a Dios con salmos, himnos y cánticos…
Así, pues, miremos atentamente cómo vivimos. De hecho, esta atención es importante en todos los ámbitos de nuestra vida: en el trabajo, en el manejo de los bienes que nos han sido confiados, más aún en el trato con las personas y, por supuesto, también en nuestra vida espiritual. Si en nuestra educación familiar no hemos aprendido este cuidado, todavía estamos a tiempo de hacerlo, educándonos a nosotros mismos.
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