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LA FELICIDAD
“No hay manantial más rico de alegría que la fe, porque establece el alma en ese sosiego y esa seguridad que son las dos primeras condiciones de la felicidad (…) Desde el momento en que la fe es ahuyentada del corazón, se lleva consigo todas las esperanzas que aun podrían regocijarla y consolarla (…) El hombre que no cree deja pronto de amar, porque el amor reposa sobre la fe como la flor sobre su tallo. La luz que Dios había depositado en su corazón, para que con ella iluminase y diese calor a los otros, no hallando salida para exhalarse y comunicarse, se concentra y se vuelve contra él. No es ya una luz benéfica que brilla y calienta, sino un fuego que consume y devora. El amor, que no vive y no se conserva sino difundiéndose, se corrompe estancándose en las profundidades del alma, y se convierte en egoísmo. En su espantosa soledad el corazón se mancilla y se ahoga en cierto modo, abrasándose a sí mismo en los rebatos de un desenfrenado amor propio.
Desde que la fe se ha retirado del corazón de la mayor parte de los hombres, la vida parece haber perdido todo lo que podía derramar sobre ella algún halago o alguna dulzura: las relaciones se han hecho menos íntimas, los afectos menos profundos. Una invencible desconfianza se ha apoderado de todas las almas (…) ¿Qué tienen de extraño las discusiones que dividen a las familias; la instabilidad de los afectos más sagrados, la poca seguridad de las relaciones más naturales, las discordias que amenazan perpetuamente el sosiego de la sociedad, cuando se piensa que Dios está ausente del espíritu y del corazón de los hombres?
La fe es el principio del amor. Es preciso creer en la persona a quien se ama, y desde el momento en que no se cree en los hombres, se deja de amarlos: —así vemos que la incredulidad ha desecado todos los corazones y entibiado todas las almas: como cada cual no cree más que en sí mismo, cada cual se ama a sí mismo exclusivamente. Todos los pensamientos, todos los deseos y todas las esperanzas se concentran únicamente en el bienestar y en los goces materiales de la vida. El dinero es cada día más objeto de toda la actividad humana: su movilidad es cabalmente lo que le hace más precioso y más deseable. Lo más común es desdeñarse de asentar cada cual su caudal sobre la tierra, o de aumentarle con sacrificios cuyos resultados solo el porvenir puede ver, porque lo que se quiere es más bien gozar del tiempo presente que asegurar el venidero, es decir, vivir no para los otros sino para sí mismo, y de este modo, retirándose cada uno en sí mismo y encerrándose en su egoísmo como en una fortaleza, es imposible que haya unión ni confianza entre los hombres. De día en día va siendo más imposible la sociedad, pues esta no es más que el movimiento de los corazones atraídos mutuamente unos hacia otros, y su unión en un mismo pensamiento y en un amor común.
Una indefinible desazón trabaja las inteligencias: casi nadie está o quiere estar en su puesto, el orgullo, la ambición y la vanidad sacan perpetuamente de su esfera a la mayor parte de los hombres, la vida se pasa en esfuerzos fatigosos y superfluos, y el que es bastante feliz para conseguir el objeto de sus esperanzas, rara vez lo es bastante para conservar mucho tiempo lo que una vez ha adquirido. Apenas ha llegado a la cima de la grandeza o de la opulencia cuando un capricho de la suerte lo derriba, y después de haber subido más arriba de lo que debía solicitar, baja más de lo que debía temer, hallándose así superior o inferior a su posición natural, y no pudiendo a causa de esto disfrutar del descanso o de la felicidad a que aspiraba. Ese continuo desbarajuste es también por su parte un fecundo manantial de tristeza y de continuo escozor, porque todo, en el estado actual de las cosas, parece que conspira contra el hombre y le condena a vanos esfuerzos y a un inútil afán. El contento está en la serenidad de una buena conciencia, y el que la busca en otra parte solo hallará mentira y acerbos desengaños.”
“Las horas serias de un joven” – Mons. Carlos Sainte Foix
LA MUERTE DE LOS SERES QUERIDOS
“más que la (…) muerte propia, la muerte de los seres queridos (…) suele llenar a los hombres de indecible angustia, hasta empujarles (…) a las fronteras mismas de la desesperación [No obstante] el P. Garriguet escribe:
«(…) Dios ha tenido en cuenta una de las más vivas aspiraciones del corazón humano. Este corazón tiene necesidad de experimentar que la muerte no rompe en modo alguno los sagrados lazos que la vida había creado entre ciertos seres (…)».
Creer en la supervivencia de los lazos y sentimientos legítimos establecidos en la tierra, es una necesidad de nuestra naturaleza, es Dios mismo quien la ha puesto en nosotros. Y ciertamente que no la ha puesto para dejarla insatisfecha y para hacemos sufrir (…) Si ha puesto Él mismo en nosotros esa necesidad es para satisfacerla plenamente.
La muerte, entre los bienaventurados, lejos de extinguir o apagar el amor que sentían por los seres queridos que dejaron en la tierra, lo vuelve, por el contrario, más activo y compasivo. (…) allá arriba en los cielos, piensan en nosotros, se acuerdan de nosotros, se interesan por nosotros, nos siguen queriendo siempre e incluso mucho más que cuando estaban en medio de nosotros.
Aunque ya no están entre nosotros, no por eso les somos extraños. Aunque hayan entrado en la otra vida, la madre no olvida a su hijo, ni la esposa a su marido, ni el hermano al hermano. Los lazos que les unieron acá en la tierra habían sido atados por Dios mismo; la muerte los ha transformado, pero no suprimido. En el cielo se purifican los afectos humanos, pero no se ahoga ninguno de los que son nobles, santos, queridos por la Providencia.
Aunque absorbidos por Dios y perdidos en la contemplación de su divina esencia, los bienaventurados conservan el recuerdo de los años que pasaron en la tierra. La imagen de los seres queridos continúa viva en su espíritu. No se ha levantado un muro de tinieblas entre su existencia presente y la pasada. Su antigua personalidad no ha sido aniquilada, sino que ha sobrevivido a la muerte, continúa únicamente en condiciones diferentes.
«La inmensidad del cielo -ha dicho San Bernardo- ensancha el corazón. Lejos de restringir el amor, le da mayor comprensión. A la luz de Dios, el recuerdo, lejos de apagarse se hace más nítido. A esta luz se aprende lo que se ignoraba, sin olvidar nada de cuanto ya se sabía».
Y en el sermón pronunciado ante sus religiosos con motivo de la muerte de su hermano Gerardo, exclamó el propio San Bernardo:
«No. Tu amor hacia mí no se ha extinguido sino que ha sido glorificado. Te has revestido de Dios, es verdad, pero no te has despojado del recuerdo de los tuyos, puesto que el mismo Dios se ocupa de nosotros. Te has desprendido de todo lo que era debilidad, pero no de tus sentimientos fraternales y afectuosos hacia mí. Estoy completamente cierto de que continúas llevándome en tu espíritu y en tu corazón. Y hasta me parece percibir en mis oídos tu voz inconfundible que me dice: ¿Podrá una madre olvidarse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare yo no te olvidaré jamás (Is 49, 15)».
Todo verdadero amor va acompañado de la necesidad de manifestarse, y se manifiesta por los beneficios que reparte. No se ama verdaderamente si no se experimenta el deseo de venir en ayuda de los seres queridos, de sostenerles en sus dificultades, consolarles en sus penas, socorrerles en sus necesidades. Y no podemos dudar de que este deseo lo sienten muy al vivo los bienaventurados en el cielo. Satisfacerlo, es un gozo que viene a añadirse al gozo esencial proveniente de la visión y posesión de Dios.”
“Nada te turbe. Nada te espante” – Padre Antonio Royo Marín
CASTIDAD Y MATRIMONIO
“Hay dos clases de amor: (...) El primer amor es carnal y el segundo espiritual. El amor carnal sólo conoce a la otra persona en un sentido biológico. El amor espiritual conoce a la otra persona en todos los instantes y sentidos. En el amor erótico los defectos ajenos estorban nuestra felicidad. En el amor espiritual los defectos de otros son oportunidades de servicio (…)
El amor se ha vulgarizado tanto, que hasta los que creen en él temen usar esta palabra. Hoy (...) su significado versa más sobre glándulas que sobre voluntades, centrándolo en la biología más que en la personalidad. Incluso si se disfraza de locura de amor por otro, en realidad no pasa de ser un deseo de amor a sí mismo.
Sin embargo el amor puramente humano es el embrión del Amor Divino. Se pueden hallar ecos de esta idea en Platón, quien propone que la función del amor es iniciar el camino hacia la religión. Él sostiene que el amor hacia las personas bellas se transforma en amor por las almas virtuosas, luego en amor por la justicia y la bondad, y finalmente en amor por Dios, que es su fuente. El amor erótico es, por tanto, un puente que se cruza, no un contrafuerte donde uno se sienta y descansa; no es un aeropuerto sino un avión; siempre va hacia otra parte, hacia arriba y hacia delante. Todo amor carnal viene acompañado de incompletitud, insuficiencia, anhelo de plenitud y atracción por algo más, pues todo amor es un vuelo hacia la inmortalidad.
Toda forma de amor erótico encierra una forma de amor divino, por reflejo, como la superficie del lago refleja la luna. La única razón por la que sentimos amor por otras criaturas en nuestros corazones es que éste puede conducirnos al amor al Creador. Como el alimento es para el cuerpo, como el cuerpo es para el alma, como lo material es para lo espiritual, como la carne es para lo eterno. Por eso, en el lenguaje del amor humano muchas veces se pueden hallar expresiones que remiten al lenguaje propio de lo divino, como por ejemplo “mi ángel” y “te adoro”.
(…) Dado que es parte de la intención Divina servirse del amor erótico como un camino hacia el amor Divino, siempre ocurre que en un corazón moralmente equilibrado, con el tiempo, este amor erótico va cediendo terreno al amor espiritual. Por eso, en los verdaderos matrimonios, el amor a Dios se fortalece con los años. Se ama más a Dios sin que disminuya el afecto entre los esposos. El amor evoluciona pasando de una atracción superficial a adentrarse en los recovecos más profundos de la personalidad donde habita el Espíritu Santo.
Pocas cosas en la vida son tan bellas como contemplar que la intensa pasión entre un hombre y una mujer, que ha traído a la vida unos hijos como expresión viva de su amor, más tarde se convierte en "pasión desapasionada y tranquilidad salvaje" ”
“El camino de la felicidad” – Venerable Fulton Sheen
ARTÍCULOS RELIGIOSOS
"En cierta ocasión asistí a un partido de fútbol de chicos de categoría alevín. Estaba con uno de mis hermanos, que me arrastró hasta allí para que viésemos jugar a uno de mis sobrinos —con el tiempo, ese sobrino se decantó más por el baloncesto, en el fútbol no destacaba—. En un determinado momento del partido uno de los jugadores marcó un gol francamente bueno, comenzaron los abrazos y los gritos habituales y, pasado el jaleo, el padre del goleador, lleno de una alegría incontenible, nos dijo: «¡Ese es mi chico!».
Un gol es normalmente el resultado de un esfuerzo grande —y más, cuando se trata de niños. Suele ir precedido de una carrera, unos regates y una patada al balón que logre confundir al portero, o sea más rápida y diestra de lo esperado. Aquel padre reconoció a su hijo en la fuerza y calidad de su disparo, y no pudo callarse: «¡Ese es mi hijo!».
No querría llevar la comparación demasiado lejos, pero quizá nos ayude a entender que Dios nos reconoce cuando nos ve esforzándonos, sacrificándonos, o simplemente cuando mostramos nuestra disposición de hacerlo. Es entonces cuando Dios Padre exclama, lleno de orgullo —como lo hizo sobre Jesús—: «¡Este es mi hijo!».
Por el contrario, cuando el hombre se encierra en su egoísmo, cuando las personas no queremos entregarnos, ni estamos dispuestos a tomar la cruz, el Padre no encuentra la imagen suya que creó en el hombre, no distingue en nosotros lo que nos hace amables, respetables, hijos suyos. Y quizá diga: «¿Tú, quién eres?», «no te conozco», «no te reconozco».
Cuando era pequeño y me portaba mal —le quitaba, por ejemplo, un juguete a alguno de mis hermanos—, mi madre solía decir, y resultaba duro escucharlo, «pero tú, ¿de quién eres? ¡Eso no lo has aprendido en esta casa!». Los padres muestran un cierto rechazo a sus hijos cuando, en lugar de esfuerzo, encuentran desidia; en lugar de generosidad y entrega, egoísmo. Los padres se enorgullecen del hijo generoso: «¡Este es mi hijo!». Y rechazan al niño egoísta.
Nuestro Dios es un Padre bueno al que le basta con muy poco para sentirse orgulloso de sus hijos. Indudablemente, espera que lleguemos a la santidad, y nos comportemos como exige nuestra “sangre” de reyes… Nos ha dado tanto que tiene razones para esperar mucho. Pero se conforma con bien poco: “Al menos, pide perdón”, “por lo menos inténtalo otra vez”, “cuéntamelo y te ayudaré”. El amor de Dios es poderoso y su misericordia infinita. Pero la libertad humana es también poderosa —dicen que es la única piedra que Dios no puede mover— y podría ser que un hombre hiciera irreconocible la imagen de Dios que hay en él.”
“Viaje al corazón del Evangelio” – Padre Alfonso Sanz
LA FELICIDAD
“(…) hay [una] tristeza frívola y ligera, sin causa ni fin, ininteligente, vaga y oscura, móvil e indeterminada en sus formas, que absorbe la mente sin ocuparla, que devora el corazón sin fijarle, que embota todas las facultades del alma y las sumerge en una estéril languidez y como en un marasmo inexplicable. A esta tristeza se ha dado el nombre de melancolía (…) la enfermedad de nuestro siglo, que es en cierto modo una vergüenza parecer exento de ella, y que la mayor parte de los hombres ponen todo su conato en persuadir a los demás y en persuadirse a sí mismos de que les falta algo, de que sus almas desfallecen en este mundo, y de que sus esperanzas son demasiado altas para que puedan jamás satisfacerlas.
La felicidad ha llegado ya a parecer cosa baja y trivial: entre las más de las gentes pasa irremisiblemente por el indicio de un alma prosaica que no se halla contenta en el desierto de esta vida sino porque se satisface con poco, y que fácilmente se llena porque es demasiado estrecha para contener muchas cosas. En efecto, casi siempre la melancolía tiene su origen en el orgullo, y esto es acaso lo más evidente que hay en la naturaleza de ese mal, en todo lo demás tan oscuro e indefinible. Todos los que le padecen se quejan de que no los comprenden, lo que es un medio más diestro y más modesto de dar a entender que son demasiado superiores a la multitud para que esta los comprenda, y que viven aislados porque tienen la desgracia de estar colocados en demasiada altura. Quisieran que los otros los juzgasen tales cuales se juzgan ellos a sí mismos, y meter tanto ruido en el mundo como meten en su propio corazón.
La tristeza que procede del orgullo separa de los hombres e indispone contra ellos. El que está atacado de esta enfermedad no puede perdonar a los demás el poco caso que hacen de él, y para vengarse de ellos los toma en odio o en lástima, y desahoga así su orgullo humillado o su vanidad ajada.
A cualquier parte a donde uno vuelva los ojos en el día está seguro de encontrar algunos arrogantes insensatos que, exagerándose su mérito y sus fuerzas, aspiran a cosas demasiado altas, y llevan demasiado lejos sus deseos o sus esperanzas. Defraudados en sus ambiciosos proyectos, y no pudiendo conseguir ocupar a los demás con la fama de sus hechos, prefieren acusar a la sociedad de injusticia a convenir en que se han engañado: por todo pasarían antes que por creer que se han hecho ilusión estimándose en más de lo que valen en efecto.
A veces la melancolía proviene de esos desengaños prematuros que muchas veces inician a un joven en los misterios más dolorosos de la vida, antes de que la experiencia haya fortificado su carácter y corroborado su juicio. Al que en su juventud se ha visto vilmente abandonado por un amigo débil e inconstante, o vendido más vilmente aun por un hombre falso y disimulado, suele serle muy difícil a veces reponerse del abatimiento en que necesariamente deben sumergir su alma tan crueles desengaños. Aplicando a los otros hombres a quienes no conoce la medida que está precisado a aplicar a los que le han engañado, confunde a la sociedad entera en una aversión común. Su juicio sobre los hombres se forma bajo la impresión que ha producido en él la injusticia de que ha sido víctima, y para no volver a ser engañado, cree que ya no le queda otro medio que una desconfianza universal de los hombres o un soberano desprecio hacia ellos.
[Otras] Muchas veces la melancolía no es más que una forma más disimulada del remordimiento. Es difícil que la alegría ilumine un alma oscurecida por el pecado, y la tristeza que éste deja en el corazón no es entonces más que la sensación del vacío que ha ocasionado en él.”
“Las horas serias de un joven” – Mons. Carlos Sainte Foix
PERFECCIÓN ESPIRITUAL
“[Dice] Pieper que “en todo el tratado de Santo Tomás sobre la humildad y la soberbia no se encuentra ni una frase que dé pie a pensar que la humildad pueda tener algo que ver, como tampoco lo tiene ninguna otra virtud, con una constante actitud de autorreproche, con la depreciación del propio ser y de los propios méritos o con una conciencia de inferioridad”
La humildad se relaciona, en primer lugar, con la inteligencia (…) No puede haber humildad sin un adecuado conocimiento de sí mismo [por eso dice] san Agustín: Señor, que te conozca y que me conozca (…) la verdad sobre nuestras miserias es un buen punto de partida para la humildad; pero muchos no [entienden] que la verdad que está en la base de la humildad es la verdad íntegra, que incluye también nuestros aspectos positivos. “La humildad debe fundarse en el conocimiento verdadero y recto de nuestro ser, de nuestros méritos, tanto en el orden de la naturaleza cuanto en el orden de la gracia”. Nuestros dones y méritos no obstaculizan la humildad porque todos ellos son esencialmente participados y recibidos de Dios. “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorias como si no lo hubieras recibido” (1Co 4, 7).
la humildad (…) ordena el “apetito de excelencia” De hecho, la soberbia no es el apetito de la propia excelencia sino el apetito desordenado de esta última. Esto supone que hay un honor recto, y, además, que toca a la virtud procurarlo. Este honor o excelencia de la que aquí hablamos no es otra cosa que el reconocimiento de los dones que objetivamente tenemos en cuanto recibidos de Dios; la humildad no se contrapone al reconocimiento de los mismos, sino a su exageración o al olvido (voluntario) de su carácter de recibidos (participados).
(…) La humildad es un hábito que, basándose en la verdad presentada por la inteligencia, modera el apetito para que éste ocupe su justo lugar ante Dios y ante el resto de los hombres. “Refrena la esperanza o confianza en sí mismo”, dice Santo Tomás (…) Refrena el deseo de la propia excelencia o exaltación indebida, la búsqueda de honores que no corresponden a los auténticos méritos de la persona.
Desde este punto de vista la humildad conduce a la justicia, porque establece la respectiva posición de Dios y del hombre. Se concreta en una doble dirección: una hacia el superior, otra hacia el igual y el inferior. Hacia el superior, especialmente respecto de Dios, se manifiesta como “la virtud de saber ocupar el puesto de creatura”, es la actitud correcta de la criatura ante el dominio absoluto de Dios. Hacia el igual y el inferior se manifiesta en el respeto por los dones que Dios ha puesto o puede llegar a poner en los demás. Pero la humildad cristiana tiene otro aspecto esencial y exclusivamente suyo (no lo conoce ninguna otra religión o filosofía) y es la humildad del superior frente al inferior, el inclinarse del grande hacia el pequeño, que es lo que Dios mismo hizo en Cristo.
(…) ante Dios jamás podemos rebajarnos lo suficiente como para dejar clara la distancia infinita que va de la creatura al Creador. Ninguna humillación (es decir, rebajamiento) sería excesivo en este sentido. Hasta a una santa Catalina que se definía “nada”, Dios la corrige para decirle: “nada más pecado”. El beato Allamano recordaba a aquel predicador que decía a sus ejercitantes sacerdotes: “¡Todos somos polvo! Monseñor polvo, Padre polvo, Canónigo polvo, Párroco polvo, todos polvo!” Y añadía: “Asimilemos. Nunca seremos suficientemente humildes”.
la humildad no es la más importante de las virtudes; pero sin ella cualquier otra virtud carece de solidez (…) Nobleza, riqueza, talentos, ciencia, belleza, virtudes, y todos los demás dones naturales, ¿qué son sino el poncho regalado a un mendigo?”
“Naturaleza y Educación de la Humildad” – Padre Miguel Ángel Fuentes I. V. E.
MILAGROS Y PROVIDENCIA: SAN CHARBEL MARKHLUF
[Muchos milagros por intercesión de San Charbel han sido investigados y registrados por la Iglesia Católica y por ello fue beatificado en 1965 y canonizado en 1977, siendo desde ese año el primer santo católico del Líbano]
“El milagro de su cuerpo que parecía vivo, dejaba atónitos a los sabios. Después de más de cien años de muerto (+1898) su cuerpo seguía sudando un líquido sanguinolento que no se puede explicar humanamente.
Varias veces fue exhumado para comprobar este milagro. En una oportunidad, dicen las crónicas del Monasterio: Depositamos el cuerpo sobre la terraza para que se secara la sangre que brotaba de la espalda y costado. Era tan abundante la sangre, que empapaba totalmente las dos telas que habían envuelto el cadáver y debían ser cambiadas diariamente. Cuatro meses duró la exposición.
A pesar de estar expuesto su cuerpo al sol durante cuatro meses, no hubo señales de corrupción. Le hicieron algunas punciones en el costado y la sangre seguía brotando. Empaparon muchos algodones con esta sangre bendita y los enfermos se sanaban.
Los médicos del Líbano y especialistas de distintas partes del mundo quisieron examinar este milagro extraordinario de la exudación e incorrupción. El Dr. Nagib el Khuri quiso hacer una prueba decisiva especial. Ordenó que lo pusieran de pie y que los pies estuvieran envueltos en cal viva, la que absorbería la transpiración sanguínea y quemaría los pies hasta disolverlos. Pero eso no ocurrió. Por eso, afirmó: Constato que este cuerpo se conserva gracias a un poder que es inalcanzable. No hay duda de que todo es efecto de la santidad del padre Charbel.
El Dr. Jorge Chukrallah, uno de los más célebres médicos libaneses, después de haber examinado el cuerpo treinta y cuatro veces en diecisiete años, certificó: Después de haber examinado a menudo este cuerpo intacto, siempre he quedado pasmado de su estado de conservación y, sobre todo, de ese líquido rojizo que rezuma. Yo mismo he consultado, en ocasión de mis viajes, a excelentes médicos de Beyrut y de Europa. Nadie supo explicarme el hecho... Supongamos que el líquido secretado del cuerpo no pesara más que un gramo al día. En un año serían 365 gramos. Y en los primeros 70 años desde su muerte 365x70=25.550 gramos, o sea 25 litros y medio. Pero la cantidad media de la sangre y otros líquidos contenidos en el cuerpo humano gira alrededor de cinco litros. Ahora bien, lo menos no da lo más. Es un principio científico indiscutible. Pero el líquido exudado por el cuerpo del padre Charbel supera con mucho el gramo diario. Mi opinión personal, fundamentada en el estudio y la experiencia, es que el cuerpo se conserva gracias a un poder sobrenatural.
En 1965 fue, al parecer, la última exhumación. Y se certificó: El cuerpo está todavía discretamente conservado y está sumergido en cinco centímetros de líquido rojizo.”
“Los milagros existen” - Padre Ángel Peña O. A. R.
CASTIDAD Y MATRIMONIO
“(...) hay en el matrimonio bien contraído una (…) vida intelectual (…) al casarte no abdicarás la facultad y ejercicio de pensar; y como el pensar a solas, cuando se vive a dúo, es una manera de divorcio (…) sentirás la necesidad de hallar en tu mujer algún eco o resonancia de tus pensamientos. Circunstancia es ésta en que se piensa poco en el fervor del enamoramiento juvenil.
(…) ¡qué decepción ha de ser para un hombre de talento (…) ver que de esa boca que se le había antojado tan atrayente, no salen más que puras y simplicísimas tonterías...!
No quiero yo que la mujer piense como un filósofo; no es ése comúnmente su papel en la vida intelectual del matrimonio. No te aconsejo precisamente que te cases con una doctora, y pido al Señor te libre de una intelectual. La pedantería, vicio intolerable en cualquier varón, es cosa abominable en la mujer (…) Si hubiera alguna causa atenuante del suicidio, creo yo que habría de ser una el verse indisolublemente atado a una semejante Enciclopedia con faldas (…)
No te pongo, por consiguiente, como requisito para la vida intelectual del matrimonio, el que tu mujer sea erudita, o esté adornada de grados académicos. Pero sí que no sea ruda e ignorante en tales términos, que las ideas que tú concibas puedan hallar en ella alguna resonancia y simpatía.
Si la mujer ha de ser compañera del varón, y no un mero instrumento al servicio de sus comodidades y bajos apetitos; si ha de compartir con él la vida, en la más amplia y honda acepción de la palabra; menester es que pueda interesarse por lo que a él más le interesa; por sus trabajos, sus aspiraciones, y aun sus ilusiones del orden científico y artístico, comercial y político. Y para esto es necesario que la mujer de un hombre culto como tú, posea alguna general cultura.
No es menester que iguale la formación científica o literaria de su esposo. Basta que pueda ser para él, lo que para un maestro un inteligente y aplicado discípulo. Para que, como el maestro se goza comunicando a un discípulo tal sus científicas investigaciones, así el esposo pueda descargar en la inteligencia de su mujer esa necesidad que nos mueve a comunicar nuestras ideas; sin lo cual, nuestros trabajos más ideales carecen de su más dulce sabor y embeleso.
Si el esposo encuentra en su mujer una constante incapacidad para participar de su vida intelectual, acabará menospreciándola, y poco a poco renunciará a ella (…) en estas comunicaciones más elevadas de su alma. La mujer acaba entonces decayendo de la alta dignidad para que la creara Dios en el principio, y en que la repuso Jesucristo, y va descendiendo de su pedestal, al humilde lugar de juguete o de sirvienta.
Sea, pues, lo primero que mires en tu futura esposa, su formación intelectual que la haga capaz de convivir contigo en las regiones donde tú comúnmente vives. Aun cuando en ellas haya de penetrar siempre cogida de tu mano y dependiente de ti; lo cual, si llegan a interesarla tus ideas, será un suavísimo y estrechísimo vínculo de amor. Al contrario de lo que acontecerá, si sabe o imagina saber tanto, que se atreve a sostener sus opiniones frente a las tuyas, y por ventura a considerarte como inferior a ella en talento y formación científica o intelectual. Que éste es, además de la pedantería, el peligro de las mujeres sabias.
La mujer ha de ser bastante alta para ser compañera, pero no ha de empinarse tanto que pueda pasarle por la mente la tentación de convertirse en guía; pues esta igualdad, y aun pretendida superioridad intelectual, es de suyo obstáculo para la dulce subordinación que toca a la mujer en la divina economía del hogar, donde su reinado no se ha de fundar en la superioridad, sino en la abnegación y el amor.”
“Antes de que te cases” – Padre Ramón Ruiz Amado, S. J.
PERFECCIÓN ESPIRITUAL
“Un día Jesús hacía oración a la vista de sus apóstoles, y uno de ellos le pidió: «Maestro, enséñanos a hacer oración» (Lc 11:1). Tenían ante sí el espectáculo de Jesucristo hablado en su interior con el Padre. El recogimiento y la concentración de Jesús debían ser impresionantes. Pero no podían ver los pensamientos que circulaban entre el Padre y el Hijo (…) querían saber qué fenómeno era aquel de la oración (…) experimentar también ellos cómo era tener en la cabeza y en el corazón a Dios (…)
No se hizo de rogar el Salvador, y, saliendo de aquel estado maravilloso de quien está unido a lo que más ama, les dijo: «Cuando oréis, decid: Padre…».
Y allí en lo alto del Monte de los Olivos, según la tradición, salió de la boca de Jesús lo que había en su corazón y en sus pensamientos: «Padre…» (…) Cuando le piden que les enseñe a hablar con Dios, responde: «Cuando lo hagáis, decid: Padre».
En la liturgia de la Misa, cuando se acerca el momento de la comunión, el sacerdote incoa el Padrenuestro para que todos lo recitemos juntos, en voz alta. Pero antes lo introduce, generalmente con estas palabras: «Fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir…». Está claro que es una recomendación del Salvador, y quizá más que eso. Es un imperativo: «Cuando oréis, decid…».
Pero llama la atención la expresión «nos atrevemos a decir». ¿Por qué dice que nos atrevamos? ¿Dónde está el atrevimiento? ¿Acaso rezar es algo arriesgado? En Misa estamos todos a salvo. ¿Dónde está el riesgo?
Si me dicen: «Vamos a bajar la montaña por esa ladera tan inclinada. ¿Te atreves?». O si me piden que monte sobre un caballo desconocido o a medio domar, pues sí, hay que echarle valor. Pero, para rezar un Padrenuestro, ¿qué valor se necesita? ¿Por qué dice «nos atrevemos»?
Llamar a Dios así, Padre, dirigirnos a él con esa palabra, es fatal. Es devastador, osado, atrevido. Porque es reconocerse hijo. El que llama a Dios “Padre”, está diciendo: “tengo alguien por encima”; “no soy yo la ley”; “no soy el que manda”; “no tengo la última palabra”; “hay alguien a quien debo obedecer…” El que llama a Dios “Padre” se está reconociendo indigente. A Él le pido el pan, la felicidad, el perdón de mis ofensas, y además me someto a su voluntad: «Hágase tu voluntad».
Hace falta valor para rezar el Padrenuestro.
San Marcos (14:36) nos muestra a Jesús llamando a Dios Padre, pero añadiendo un matiz muy revelador (…) se refiere a Dios como Abbá. Es una palabra aramea (…) Parece ser que en el destierro en Babilonia fueron abandonando el hebreo, que era una lengua pobre, y aprendieron el arameo, mucho más rico (…) Abbá vendría a significar, no ya padre, sino más bien “Papá”. Es decir, lo mismo que padre, pero con un añadido afectuoso cargado de amor (…)
Abbá, padre, papá (…) Eso es Dios, y más. Así hemos de llamarle, así tenemos que tratarle.”
“Viaje al corazón del Evangelio” – Padre Alfonso Sanz
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