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Empecemos a escuchar a los que tenemos al lado, escuchá a tu marido, a tu mujer, a tus hijos que necesitan que les preguntes también cómo están, pero que necesitan que los escuches, a tus hermanos, también los hijos a sus padres, a todos los que tenemos al lado. ¿Cuántos problemas tenemos en nuestras familias porque en el fondo no nos comunicamos bien, porque no oímos verdaderamente y eso no nos lleva a escuchar, porque no escuchamos, no sabemos hablar? ¿Cuántas incomprensiones? ¿Cuántas cosas nos hubiésemos ahorrado en nuestra vida si hubiéramos escuchado?
Y Dios Padre en ese sentido es el modelo perfecto del que nos escucha siempre. Por eso si no nos sentimos escuchados por los demás, acordémonos de que Jesús siempre nos escucha en el Sagrario, en su soledad; acordémonos de que Jesús nos escucha en la adoración, en nuestro corazón, mientras andamos por la vida, mientras caminamos, en nuestra consciencia también. Siempre nos escucha. Porque escuchar significa amar, en definitiva. Escucha el que ama y ama el que escucha.
El primer gran obstáculo que tenemos que vencer para amar a las personas que tenemos a nuestro alrededor es escucharlos en serio, es renunciar a nuestro propio tiempo, a nuestro ego, es «perder» el tiempo; pero, en realidad, es ganarlo estando con aquellos que necesitan ser escuchados. Y nosotros necesitamos también ser escuchados, por eso hablémosle a nuestro Padre, manifestémosle lo que nos pasa, hablemos a las personas que tenemos a nuestro alrededor. Cuando no nos escuchamos, no nos sabemos comunicar, y cuando no nos sabemos comunicar, no hablamos o hablamos mal, nos ladramos, nos gritamos, nos enfrentamos, nos criticamos, nos silenciamos para no decir nada, para ser indiferentes. Bueno, todo esto nos viene por nuestra incapacidad de escuchar, por la herida que dejó el ego en nuestro corazón.
Y hoy Jesús nos dice a todos: «Ábrete». Quiere abrirnos, quiere tocarnos los oídos, tocarnos la lengua para que empecemos a escuchar verdaderamente y para que podamos hablar y decir cosas lindas, cosas que hagan bien; que podamos hablar las palabras justas, que podamos decir lo que tengamos que decir a los demás en el momento oportuno. Todo esto es lo que de alguna manera creo que la escena de hoy nos quiere enseñar.
Tenemos que estar dispuestos a la escucha profunda, pero para eso tenemos que dejar que Jesús nos abra una vez más los oídos del corazón y, a la vez, ayudar a otros a que también se les abran, para que así nos escuchen también.
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P. Rodrigo Aguilar
Comentario a Marcos 7, 31-37:
¿Escuchamos bien el Evangelio? ¿Escuchamos lo que pasó, que la gente le presentó un sordomudo para que le impusiera las manos? ¿Nos dimos cuenta de que Jesús lo separó de la multitud, lo llevó aparte, y hace una curación tocándole las orejas y su lengua? ¿Nos dimos cuenta de que Jesús para hacer el milagro miró al cielo, suspiró y dijo una palabra: «Ábrete», mirando a su Padre, seguramente? ¿Y nos dimos cuenta de que la gente estaba admirada y decía: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos»? ¿Escuchamos bien? Si no lo escuchaste bien, te propongo que vuelvas a poner el audio y escuchar, por lo menos, el texto del Evangelio. Si lo escuchaste bien, quiere decir que estás atento, pero a veces no escuchamos bien o a veces no empezamos prestando atención a las cosas, y esto es lo primero que creo que nos enseña Algo del Evangelio de hoy.
Este sordomudo representa a toda la humanidad que, de alguna manera, está «sorda del corazón», y por eso no sabe hablar, no sabe comunicarse, oye pero no escucha. Este sordomudo nos representa también a vos y a mí que nos cuesta escuchar verdaderamente con el corazón a nuestro Padre del cielo y a los demás. Y esto se nos manifiesta de muchísimas maneras, sería larguísimo describirlas, pero pensemos, por ejemplo, cuando escuchamos, cuando oímos en realidad; pero pensemos, por ejemplo, cuando oímos a alguien, pero en realidad estamos pensando interiormente en lo que le vamos a contestar, o cuando oímos, pero estamos esperando que haya un silencio en la conversación para emitir nuestra opinión sin prestar atención verdaderamente a lo que nos dicen. Pensemos en esas personas o por ahí somos una de esas personas, que no paran de hablar, que hablan y hablan y nunca hacen una pausa; nunca preguntan verdaderamente por el otro, cómo está; nunca se preocupan en realidad por los demás, solamente quieren dar su opinión. Pensemos si somos de esas personas que siempre tienen algo para decir, siempre tienen una respuesta a todo, como si lo supieran todo. Pensemos si no somos de esas personas que también somos callados pero, en el fondo, tampoco escuchan de corazón, que están siempre metidas en sí mismas y que –como decimos– están en su mundo.
La verdad es que escuchar es muy difícil y a todos nos cuesta, y se nos manifiesta de muchísimas maneras. Pensemos si verdaderamente escuchamos a alguien cuando, en el fondo, nos dimos vuelta y dimos un portazo, cuando nos vamos, cuando dejamos hablando solo a los demás, a tu marido, a tu mujer, a tus amigos, a tu novia, a tu novio, cuando en el fondo ya no querés hablar más, cuando preferís estar solo, pero en el fondo no es que no queremos hablar, sino no queremos escuchar. Pensemos si realmente escuchamos esa vez cuando le cerramos, simbólicamente, la cortina a una persona y no la queremos ver más, no la soportamos más.
Bueno, vuelvo a decir, hoy Algo del Evangelio nos pone de algún modo al desnudo en esta actitud tan humana. Somos muy incapaces, tenemos mucha dificultad para escuchar de corazón. Y sumémosle a esto todo lo que nos fue pasando en la vida, o en realidad podríamos decir que esto es consecuencia de la herida del pecado y de las heridas de la vida, los dolores que vivimos y que nos fueron cerrando el corazón, las dificultades que tuvimos, la poca escucha que recibimos de los que nos deberían haber escuchado; entonces verdaderamente no aprendimos a escuchar, solamente oímos y sumémosle la cultura en la que vivimos, llena de ruidos, que no escucha nada, llena de cosas. Comemos, cenamos con el televisor, comemos con la radio, estamos con música, no podemos sentarnos a veces ni a hablar, estamos corriendo todo el día, y el celular que nos aísla tantas veces –es tan bueno, pero finalmente también nos puede aislar–; tantas cosas que no nos dejan escuchar.
Bueno, hoy es el día, en este domingo, para que suspiremos también, que miremos al cielo y le digamos a Jesús: «Abrime, abrime los oídos del corazón para que pueda empezar verdaderamente a escuchar».
Nadie obra de manera puramente desinteresada, el interés es necesario para obrar, pero hay que aprender a conducirlo, porque, al mismo tiempo, se nos puede volver en contra y se transforma en casi el cien por cien de nuestras tristezas o incluso depresiones. El que vive esperando únicamente el reconocimiento de los demás, olvidándose de lo esencial del amor, vive –en la mayoría de los casos– de tristeza en tristeza, de enojo en enojo, de bronca en bronca, de crítica en crítica, de frustración en frustración, porque difícilmente sea siempre recompensado como pretende y espera. Nunca recibe lo que busca.
Probemos hoy vivir de cara al Padre, probemos vivir haciendo todo sabiendo que «nuestro Padre, que ve en lo secreto, nos recompensará», y no buscando la recompensa de los demás, que es finalmente pobre y pasajera, como el placer.
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p. Rodrigo Aguilar
Comentario a Mateo 6, 1-6. 16-18:
Muchas veces, Dios tiene más confianza en nuestros corazones, que son la tierra para su semilla, que nosotros mismos. Así lo decía de alguna manera la parábola que contaba Jesús el domingo «…la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga». Él es el sembrador, nuestros corazones la tierra, y la semilla su Palabra, podríamos también decir el mismo Jesús, porque él es la Palabra de Dios que se hizo carne, se hizo hombre por nosotros. La semilla cuando encuentra un poquito de tierra, de la buena, se las «rebusca» para crecer, para desarrollarse y dar fruto. ¿No viste esas plantitas que nacen en cualquier rinconcito, incluso en el cemento, donde quedó un poco de tierra? Bueno, la Palabra de Dios es así. De golpe, donde encuentra un lugar en el corazón que puede crecer, ahí se aloja.
La semilla siempre es buena, el sembrador también, pero no siempre encuentra esta tierra para crecer. Por eso, cuando Jesús dice «sin que él sepa cómo», no está queriendo decir que Dios no sabe o que Dios se desinteresa de la siembra, sino que cuando se da ese encuentro de la semilla con tierra buena, los frutos se darán con el tiempo, y eso es lo que a veces nosotros no terminamos de confiar y creer. Ponemos mucha fuerza en la apariencia, ponemos el corazón en ver los frutos rápido y nos olvidamos que los frutos los recogerá el sembrador a su tiempo. En eso tenemos que confiar, en la fuerza de la Palabra y en la certeza de que siempre hay en nuestro corazón un buen rinconcito de buena tierra para que alguna semilla crezca, siempre hay en medio de este mundo algún corazón que será tierra fértil, propicia para que Dios haga su obra y extienda el Reino.
El corazón de Algo del Evangelio de hoy creo que anda por acá. Dice así: «…tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará». Ahí está la clave. ¡Ve en lo secreto! Dios es Padre y ve en lo secreto, ve lo que nadie ve, ve tu corazón y el mío. Quiere decir que el peligro está en olvidarnos de lo esencial, de olvidarnos de esta verdad, de olvidarnos de quien es el único que conoce el motivo de nuestras acciones. Aun cuando podemos rezar, dar toda nuestra vida a los pobres, aun cuando podemos privarnos de algo como sacrificio, ¡tenemos que tener cuidado! ¿De qué? Tengamos cuidado de no ser Hijos vanidosos, o sea, de esos que ponen su satisfacción en que lo vean, los reconozcan, nos tengan en cuenta, les palmeen la espalda. Un Hijo de Dios en serio no busca la satisfacción en que sus obras sean conocidas por sus hermanos para ser aplaudidos o vean qué buen Hijo es. El buen Hijo de Dios se alegra, se conforma, se reconforta con saber que su Padre lo ve y sabe todo. Por eso Jesús, el Hijo que no buscó otra cosa que la gloria del Padre, él mismo nos enseña el camino de la felicidad interior, de la felicidad verdadera y duradera, no del placer pasajero, o sea, vivir de la recompensa secreta del Padre. ¿Cuál es esa recompensa? Su amor, la satisfacción de saberse amado siempre, digan lo que digan, piensen lo que piensen los demás y la satisfacción de vivir intentando agradarlo a él y a nadie más. Solamente a nuestro Padre que está en el cielo y ve en lo secreto. «Nuestro Padre que ve en lo secreto nos recompensará». La recompensa del Padre no son cosas, ¡cuidado!, es su amor infinito e incondicional, para siempre. ¿Nos parece poco?
Por eso es bueno preguntarse con sinceridad: ¿Quién de nosotros no le gusta ser reconocido, ser tenido en cuenta por los otros, especialmente por los que amamos? Mentiríamos o bien no estamos reconociendo nuestros sentimientos si dijéramos que nos da lo mismo. En el fondo, cuando buscamos el reconocimiento ajeno, lo que estamos buscando, casi sin darnos cuenta, es ser amados. Nos sentimos amados y queridos cuando alguien se da cuenta lo bueno que hicimos, lo buenos que intentamos ser.
Hoy, en algo del Evangelio, Jesús explica qué relación hay entre este nuevo modo de vivir de los hijos de Dios y el modo de vivir anterior, bajo la ley del AT. ¿Cómo es? ¿Cómo es este nuevo modo que nos viene a presentar Jesús? ¿Este nuevo modo anula el anterior? ¿Este nuevo modo excluye lo antiguo? ¡No! Al contrario, este nuevo modo, lleva a la plenitud el anterior. Jesús no puede borrar con el codo lo que el Padre escribió con su mano. Jesús viene a cumplir los mandamientos, pero además vino a algo mucho más grande. Viene a hacernos capaces de cumplirlos, viene a darnos la fuerza y la gracia para cumplirlos. Esa es la novedad. Viene a enseñarnos a cumplir los mandamientos, pero no solo por cumplirlos, sino a vivirlos como hijos, con corazón de hijos. Cumplirlos por amor, con amor y desde el amor. Eso te hará grande. Eso nos hace grandes, justamente lo pequeño e imperceptible, como la sal. ¿Cómo nos hace grandes? El ser hijos, aunque nadie lo sepa, y el enseñar a ser hijos a los demás. Esa es la grandeza. Jesús invierte todo!! Da vuelta todo para que aprendamos a ser hijos en lo sencillo y desconocido por los demás. ¿Qué te va haciendo feliz cada día y pleno en lo que hacés? ¿Glorificar a tu Padre del cielo haciendo su voluntad o complacerte a vos mismo y a los demás cumpliendo las cosas con frialdad?
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p. Rodrigo Aguilar
Comentario a Mateo 5, 17-19:
Otro lugar, por decirlo así, otro modo en donde se nos presenta la oportunidad de aceptar la voluntad de Dios es en las enfermedades. La voluntad de Dios toma muchas veces el color de la aceptación, de la aceptación de lo que seguramente Dios no quiere de manera directa, Dios “no lo manda”, como decimos a veces, pero irremediablemente pasa, o misteriosamente lo permite. La historia de la salvación, la historia de la humanidad muestra claramente que el dolor y el sufrimiento es parte del acontecer de nuestras vidas, sería de necios negarlo. Podemos enojarnos, “patalear” y tantas cosas más, pero imposible negarlo. Aceptar una enfermedad, un contratiempo, un dolor físico, un sufrimiento espiritual que nos traspasa el corazón, no quiere decir no intentar sanarlo o solucionarlo, resignarse como si el sufrir sea algo bueno en sí mismo, sino que quiere decir aprender a encontrar en esas situaciones una oportunidad para descubrir un aspecto de nuestras vidas que a veces permanece oculto, que en definitiva es la capacidad de amar. En el dolor físico y en el sufrimiento, muchas veces, aparece lo mejor, si aprendemos justamente a ofrecerlo al Señor como camino de santidad, como Él mismo tuvo que hacerlo por nosotros. Hay personas que se santifican en la enfermedad, hay miles de enfermos en el mundo en este momento que son ejemplo de amor para nosotros, que enseñan a sus familiares cuál es el verdadero sentido de la vida y que al mismo tiempo ellos, aprenden a centrarse en lo esencial. A vos y a mí de alguna manera alguna vez nos visitará la enfermedad y el sufrimiento moral y espiritual, por ahí en este momento te está pasando… bueno… Dios no quiere que sufras directamente, pero sí quiere que aprendas a entregarle ese dolor, ese sufrimiento, que aceptes que a través de esa enfermedad te encontrarás mejor con los demás y con nosotros mismos.
Empezamos en estos días el sermón de la montaña con esta idea, con esta exhortación de Jesús a que definitivamente seamos lo que somos, aunque parezca redundante. Somos luz y sal y si no estamos iluminando y salando es porque no terminamos de darnos cuenta la dignidad de hijos que Jesús nos vino a dar. El Maesto vino a crear una nueva humanidad, la humanidad de los nuevos hijos, nacidos de lo alto, nacidos del Espíritu de Dios que viene a recrear todas las cosas, entre ellas, tu corazón y el mío. Aprovechemos a pedirle con el corazón, a elevar nuestro corazón de hijos e hijas con sinceridad, rogando nacer de nuevo, rogando ser conscientes de tanto regalo, rogando ser luz y sal en este mundo.
¿Conociste alguna vez un cristiano hijo, un cristiano que vive y vivió como hijo? ¿Qué iluminaba, salaba cada lugar y corazón que conocía? Qué lindo es conocer cristianos hijos, no cristianos de nombre, o de apellido. Cristianos que iluminan y no opacan, hijos del Padre que se mezclan con el mundo, con las cosas y como la sal, le dan sabor sin dejar de ser lo que son, aunque aparentemente no se vean. ¡Cuántos cristianos hijos faltan en nuestro mundo! ¡Cuántos cristianos que glorifiquen a Dios Padre hacen falta en nuestras parroquias, en nuestras familias, en nuestros grupos de oración, en nuestros movimientos, en cada rincón de este planeta lleno de tinieblas, insípido de tanto olvido de Dios! Son pocos los hijos de la luz, son pocos los hijos del Padre que se dan cuenta de esta invitación maravillosa de Jesús y se dan cuenta finalmente que es para ellos también. Pensemos qué clase de cristianos somos, ¿hijos consientes y maduros, o adolescentes que se creen independientes? Jesús, nuestro hermano mayor… queremos ser hijos de corazón, queremos empezar de una vez por todas a vivir y sentir como hijos. Queremos formar parte de este nuevo Reino de los hijos de Dios. ¿Qué es el Reino de Dios sino el Reino de los hijos? Dios tiene miles y miles de hijos, pero no todos los hijos lo aceptan como Padre. El Reino de Dios es el reino de los que aceptan al Padre como Rey y quieren glorificarlo en todo.
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